Los datos revelan una creciente dificultad para concentrarnos: los expertos empiezan a pensar que el problema no son los móviles, sino el algoritmo
Según escribió Hermes Trismegisto en su Kybalión, todo en la creación tiene su ritmo y ese ritmo, si lo seguimos, nos lleva siempre de vuelta al principio. Nos lleva al mundo como voluntad y representación, al Así habló Zaratrusta, al teorema de la recurrencia de Poincaré… y, por supuesto, a la discusión de si la tecnología nos está dejando frito el cerebro.
O, mejor dicho, qué, cómo y por qué está afectando a nuestra capacidad cognitiva.
Porque el hecho de que algo está cambiando nadie lo discute. ¿Y cómo discutirlo? Claro que algo está cambiando. Y no solo funcionalmente, los cambios son estructurales y a todos los niveles. Las simple presencia de pantallas ha modificado sustancialmente nuestra corteza somatosensorial; o sea, han cambiado la forma en que tocamos el mundo. Ahí es nada.
Pero la situación va más allá: como nos explicaba hace años Manuel Sebastián, investigador de la Unidad de Cartografía Cerebral de la Universidad Complutense, «sabemos que el texto que incluye enlaces (hipertexto) parece recordarse peor en general, lo que es totalmente lógico porque constituyen distractores y el papel de la atención es crítico en el recuerdo».
Eso lo sabíamos, pero no sabíamos qué significaba. «El hecho de que la información se procese de forma diferente, no es necesariamente malo», nos contaba Sebastián. En el fondo, nuestro cerebro se pasa la vida reorganizándose e, históricamente, eso ha sido una buenísima noticia.
La pregunta es, por tanto, si lo seguirá siendo en el futuro.
Y hay muchos expertos que creen que no. Datos no les faltan. Como explicaba John Burn-Murdoch en el Financial Times, aunque en los últimos años hemos prestado mucho interés en el impacto de la pandemia en el desarrollo cognitivo y emocional de los jóvenes, cada vez hay más expertos que piensan que no lo estamos viendo en perspectiva.
Tanto las puntuaciones de la mayor parte de pruebas estandarizadas del mundo (como el informe PISA) como algunas encuestas especializadas, señalan que el problema empezó a aparecer a mediados de la década de los 2010. Y ese problema tiene muchas caras: desde la dificultad para concentrarnos a los problemas para aprender cosas nuevas.
Es un poco complicado. Porque, lo cierto es que, si miramos cosas como el tiempo de uso de pantallas y los problemas cognitivos o emocionales, descubrimos que no hay nada problemático. La explicación tradicional ha sido que lo importante no es que usemos nuevas tecnologías, lo importante es lo que hacemos con ellas.
Y ahí es donde entra el algoritmo. Porque, como dice Burn-Murdoch, hay un cambio quizás más fundamental que los móviles y las redes: «el cambio en nuestra relación con la información».
Hemos pasado de páginas web limitadas a feeds infinitos y constantemente actualizados, con un bombardeo constante de notificaciones. Ya no pasamos tanto tiempo navegando activamente por la web ni interactuando con conocidos, sino que nos encontramos con un torrente de contenido. Esto representa una transición del comportamiento autodirigido al consumo pasivo y la constante alternancia de contexto.
Y ahí es dónde pueden estar los problemas. Desgraciadamente, aún hay poca investigación sobre esto y, en la medida en que todo el mundo se ha lanzado a usar este tipo de tecnologías y algoritmos, nos encontramos con un área muy difícil de investigar.
La buena noticia es que, poco a poco, vamos desbrozando la cuestión. La mala es que aún queda mucho para saber, siquiera, el impacto de todo esto. Y, pese a todo, como solemos comprobar cada vez que se publica un estudio extenso sobre nuestra relación con la tecnología, no hay grandes señales de alarma.
Sea como sea, parece que la plasticidad del cerebro humano encuentra la forma de «volver a casa», de superar los posibles obstáculos y ponerse al día. Ojalá pronto sepamos cómo podemos eliminar esos obstáculos.
Imagen | Luis Villasmil | Ben White
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Javier Jiménez
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