‘Los colores del tiempo’ es un lienzo reconfortante y muy luminoso. Una fábula sobre la memoria que celebra el arte y te envuelve como una mantita en invierno
Cuando llevas unos días que se te han hecho pesados, resulta el doble de reconfortante sentarse bajo la manta a disfrutar de una película que no te haga pensar mucho. Y creo que existen películas capaces de abrazarte de alguna forma, sabiendo qué teclas tocar para hacerte sentir como en casa. Eso mismo es lo que me ha ocurrido con ‘Los colores del tiempo‘ -es una pena que la traducción haya perdido el juego de palabras del original ‘La venue de l’avenir’ («La llegada del futuro»)-, la nueva película de Cédric Klapisch, una historia podría describirse también como el entrar en una casa antigua para resguardarse de la lluvia, mientras fuera el mundo sigue girando ahí fuera.
Con mucha calidez y un poco de sentido del humor, el director francés firma aquí una meditación juguetona sobre el paso del tiempo, los vínculos familiares y el legado del arte. Entre viajes en el tiempo y una pizca de delirio poético, Klapisch compone una fábula amable sobre cómo lo que somos -como personas, como sociedad, como artistas- nunca deja de ser una conversación con el pasado.
El arte de mirar hacia atrás
Suzanne Lindon da vida a Adèle Meunier, una joven de finales del XIX cuya historia se entrelaza con la de sus descendientes contemporáneos, interpretados por un reparto coral encabezado por Vincent Macaigne, Julia Piaton y Zinedine Soualem. Y el resultado es una película tan conscientemente artificiosa como profundamente humana, una obra que mezcla con gracia el encanto de lo clásico y el desconcierto de lo moderno.
En la superficie, ‘Los colores del tiempo’ alterna dos líneas temporales: la de Adèle, que deja su Normandía natal para buscar a su madre en el París de la Belle Époque, y la de sus descendientes, un grupo de desconocidos que, más de un siglo después, se reencuentran en torno a la casa familiar. Pero bajo esa estructura hay un juego de espejos sobre cómo cada época se ve a través de la otra, y cómo el progreso -ya sea tecnológico o emocional- nunca deja de dar algo de vértigo. El París de 1895, con sus calles aún polvorientas y la recién erigida Torre Eiffel, aparece como un hervidero de modernidad, tan frenético y desbordante como el presente que lo observa con nostalgia.

Klapisch se divierte cruzando ambos mundos con un humor discreto, incluso cuando el guion se permite delirios como una experiencia colectiva con ayahuasca que transporta a los personajes al pasado. En lugar de restar coherencia, esos desvíos refuerzan el espíritu juguetón de la película, su convicción de que la historia – al igual que el arte- no siempre se entiende desde la lógica, sino a través de la sensibilidad.
Gran parte de la magia de ‘Los colores del tiempo’ reside en su puesta en escena: en cada plano una reverencia por el arte y por los artistas -pintores, fotógrafos, cineastas- que intentaron capturar lo fugaz.
Memoria, legado y cartas de amor

Aunque las escenas ambientadas en el presente no poseen la misma fuerza magnética que las del pasado, Klapisch consigue que sus personajes modernos resulten entrañables. Hay ternura en sus torpezas, en sus intentos de encontrar sentido a sus propias vidas mientras desempolvan el legado de Adèle.
En ese sentido, ‘Los colores del tiempo’ -que, por cierto, se estrena en cines el 14 de noviembre- funciona también como una parábola suave sobre la necesidad de detenerse, mirar atrás y reconectar con aquello que nos hace humanos: la curiosidad, el asombro y la capacidad de compartir una historia. Y todo desemboca en un final reconfortante donde el descubrimiento del «gran secreto familiar» importa menos que los lazos que se han tejido en el camino.
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‘Los colores del tiempo’ es un lienzo reconfortante y muy luminoso. Una fábula sobre la memoria que celebra el arte y te envuelve como una mantita en invierno
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